Todos hemos sufrido, a todos nos han lastimado. Desde que eramos unos lindos bebés sin nada que temer. Y probablemente, incluso hoy mismo te hayan lastimado. Es parte de vivir. Es parte de nuestra realidad. Hay historias muy trágicas de gente a la que han lastimado. Hay historias que no son tan malas, pero son igualmente dolorosas.
El problema es que nos aferramos al dolor. Como si fuera nuestra cuerda de vida. Pensamos una y mil veces en lo que nos pasó. Lo hablamos. Odiamos a quien nos haya lastimado por días, meses o años. Y no lo entendemos. No entendemos el dolor, ni el porqué de su profundidad.
Por supuesto que no hay una fórmula para entenderlo. Cada historia es diferente. O sea, la misma persona es diferente a lo largo del tiempo, y va cambiando su comprensión de lo que haya pasado.
El problema es que nos aferramos al dolor. Como si fuera nuestra cuerda de vida.
Y he venido pensando en esto a partir, por supuesto, de mi misma, pero también de las personas que me rodean.
Este fin de semana vi a parte de mi familia. He de decir que mi familia es… mmm… complicada. Para fines de lo que quiero decir, importa que mis padres son divorciados, y que después de años de un divorcio cordial, por fin se cansaron y empezaron una relación, digamos, menos cordial. Por supuesto que en mi familia pasa lo que en todas las familias: hay enojos y rencores no sólo por lo que te hayan hecho a ti, sino por todo lo que nos hemos hecho entre todos. Cosa que claro, complica las relaciones.
Muchos años he escuchado a mis padres quejarse uno el otro, hacer comentarios «simpáticos» contral el otro, bromas crueles, y claro está, agresiones directas. No es tan malo como se ve por escrito. Pero no es bueno.
La cosa es que este fin de semana vi a mi padre (quien, por cierto, no vive en la misma ciudad que yo), y se quedó un par de noches en mi casa. Mi relación con él no ha sido la mejor, hemos tenido un camino con harto bache y hoyo, y una que otra roca que atravesaba el camino entero, pero también ha sido una carretera con vistas muy lindas. La verdad es que nos parecemos, cosa que a veces complica las cosas, porque somos igual de tercos e inamovibles, tenemos un humor acidito, y somos de costumbres arraigadas (que es otra manera de decir que somos bien pinche necios). Los dos solíamos tener un genio de aquellos, pero creo que ambos nos hemos suavizado. Claro que bajo este precedente mi madre se estresa mucho cuando lo voy a ver, y si agrandamos el combo y lo hacemos extra grande añadiendo una media hermana, la cosa se pone mejor.
Mi madre no dejó de repetirme cómo iba yo a sufrir el fin de semana. Pero, no pasó. Y creo que hasta el momento ella no lo acaba de creer. Mi papá se portó bien, yo me porté bien, mi media hermana se portó bien. Fue una convivencia cordial. Raro, pero cierto.
Y a pesar de haberlo dicho ya, mi madre parece no acabarlo de creer, y de decirme, con un dejo de amargura, que qué mal la he de haber pasado.
No he podido dejar de pensar en cómo la han de haber lastimado, y en cómo ella no lo ha podido dejarlo ir.
A mi también me lastimaron. Mucho. Quienes me conocen a fondo lo saben, incluso quienes no me conocen tan bien lo saben. Mucho tiempo estuve muy resentida con mi padre, me sentí muy herida por él. Y sin embargo, aunque no niego que sí me puse nerviosa, la pasé bien. En parte porque decidí dejar de lastimarme a mi misma. Decidí que ese viejo dolor no me iba a lastimar más, por lo menos este fin de semana. Decidí que este fin de semana, iba a ser feliz, con lo que se me presentara. Y lo fui.
Se puede decidir no aferrarse al dolor.
A lo que voy es que se puede. Se puede decidir no aferrarse al dolor. Se lo digo a mis pacientes, y es una creencia que tengo: se vale que te acuerdes, se vale que te duela, pero no se vale que anides en el dolor y vivas ahí. Al único que lastimas es a ti mismo, la otra persona ni siquiera se va a enterar.