Amo esa sensación de estar con alguien con quien no tienes que explicarte. De poder estar, sin decir, y sentirte acompañada y comprendida. O los días en los que llego sintiéndome rota, como si el mundo hubiera acabado conmigo, y alguien tiene la capacidad de repararme. Como si tuvieran la llave de una puerta, que simplemente hay que meter, girar y listo. Y es tan sencillo. Es tan básico. A veces, lo único que se necesita es un abrazo. Un abrazo genuino. De esos que te llegan.
A veces, cuando parece que lo único que sé hacer en esta vida es desmoronarme, sólo necesito alguien que me levante, me acerque y me abrace. ¿A alguien más le pasa?
Porque a veces siento que conforme crecemos, el mundo espera que nos comportemos, que nos expliquemos, y que aguantemos las situaciones que se nos presentan. Hay mil maneras en las que parece que la sociedad espera que nos enfrentemos a lo negativo, y la más grande, y más dañina, es ignorar. No ver.
Y hasta donde yo me quedé, cuando decides ignorar algo, lo que puede pasar es que se muera, se quede igual, crezca o se pudra. Y para mi, la mayor parte de las veces, pasa esto último. Creo que los pensamientos y los sentimientos que se ignoran, envejecen y se enrarecen, como si empezara a crecerles moho encima, y se van pudriendo poco a poco. Son cosas que deben atenderse, airearse. Y para hacerlo, a veces necesitamos alguien que nos diga que, en algún momento, las cosas van a estar bien. Y lo más lindo, es que a veces nos lo dicen sin decir ni una palabra.
La distancia hiere, la cercanía cura. Y los abrazos, aunque ciertamente son más satisfactorios cuando son auténticos y de frente, a veces también se dan con las acciones y palabras.